UN DOMINGO EN ROSA.


Toda la semana venía rosándose, poco a poco, escaparate a escaparate y globo a globo, este Mieres que tiene querencia al gris. Y llegó el domingo del quinto año en que Mieres corría. 
Como otros años, preparé mi vieja amiga japonesa llamada Nikon, de apellido rancio D90, y salí al rosa del domingo, de mañana, no a correr, que no se me da y quedaría feo un cadáver de cincuentón infartado en mitad de una jornada festiva. 
Mieres salió a la calle, rosado y femenino, a poner su grano de arena, armado de zapatillas, para contribuir a evitar que las mujeres mueran. 
Y no es que no vayamos a morir todos, que la caducidad sin fecha viene impresa en el nacimiento, sino que lo hagamos más tarde y mejor. 
Esa palabra féa de cangrejo mitológico que arrastra vidas tempranas, casi no se veía, que lo que no se nombra parece que casi no existe. 
Y Mieres, en marea rosada, recorrió las calles en varias corrientes y distintos ritmos de oleaje, pero el río era uno, un Caudal rosado por las que no están y por las que queremos que sigan estando, gracias a la sagrada ciencia, que es la única que nos puede salvar. 
Mieres sonreía, caótico entre dorsales, y caminó, pedaleó y corrió, pues al andar se hace camino, y este camino bien merece una carrera, aunque sea de disparos fotográficos de este humilde mirador.