Hacía diez años que Abdul, acompañado de su mujer Djamila y sus dos preciosas hijas, se había instalado en el pueblo.
Argelino, como muchos otros empujados por la miseria, estuvo trabajando con anterioridad en Madrid en una multinacional de la construcción. A base de sacrificio consiguió hacer unos ahorros y decidió emanciparse y montar un negocio en aquel pueblo, donde había aumentado, como en casi toda la zona rural, la población inmigrante de origen magrebí, ocupada por lo general en empresas agrícolas y ganaderas así como en la, como no, floreciente industria del ladrillo y el adosado.
Abdul adquirió un local e inauguró un locutorio con acceso a internet y servicio de giros al extranjero.
Ya casi no se recordaba en el pueblo el antiguo y obligado locutorio de Merceditas, que tanta habilidad tenía con aquellas grandes clavijas y tantas caminatas se dio a buscar a domicilio a las madres y novias receptoras de llamadas desde cuarteles, grandes ciudades y el extranjero. La revolución tecnológica había acabado con el negocio pues todos los habitantes instalaron su propia línea fija o móvil y ahora, ya no emigraba casi nadie sino más bien se recibía a inmigrantes que vivían con cierto grado de integración no habiéndose producido, por lo que al Cabo Ramírez le constaba, ninguna tensión entre autóctonos y foráneos.
Le parecía curioso a Ramírez como el progreso a veces traía consigo cosas del pasado como, por ejemplo, un locutorio al pueblo.
Como ya dije, todo transcurría con normalidad pero nuestro benemérito protagonista se veía obligado, por imperativo de Madrid y, por sentido común dada la situación actual, a enviar informes sobre la población musulmana y sus actividades, por si éstas pudieran salirse de lo aceptable en cuanto a religiosidad y posible radicalización. El macro-juicio que se estaba celebrando en Madrid y las deficiencias en coordinación, prevención e investigación que afloraban en la vista obligaban a tomarse las cosas mucho más en serio.
Abdul era un buen hombre, moderno, buen esposo, respetuoso con su mujer y religioso sin excesos. No bebía, no fumaba, pero su mujer nunca llevó ni siquiera el típico pañuelo y era habitual verlos pasear de la mano con sus dos hijas correteando por el parque como cualquier familia de la localidad. Ramírez solía visitar el local, pues hicieron cierta amistad, lo que también le valió para obtener puntual información sobre la clientela del locutorio.
Cierto día, el Cabo desde la ventana del despacho, pudo ver a alguien entrar al locutorio, cuya única apariencia física le hizo saltar la alarma interna.
Un tipo corpulento, con ropas típicamente islámicas y una barba negra y larga. La indumentaria y actitud del individuo, que antes de entrar al local hizo un reconocimiento visual de toda la plaza, así como el hecho de que, nada más entrar el individuo, Djamila saliera del establecimiento apresuradamente con la cabeza gacha y un rictus de honda preocupación en el rostro hicieron que Ramírez sintiera una extraña sensación en el estómago, síntoma de que algo no iba bien.
El extraño visitante no volvió a verse por allí transcurrida una semana y fue en ese momento cuando Ramírez decidió visitar de nuevo a Abdul.
Cuando entró Abdul le retiró la mirada al saludarle y respondió a las afables preguntas con evasivas. Sobre la visita de aquel día solo dijo que era un paisano suyo en viaje que había parado para hacer una llamada.
El Guardia redactó un informe que envió a la Comandancia pero, como casi siempre, no supo nada de la utilidad o no del mismo.
Transcurrieron los meses y un día, mientras patrullaba con Antúnez, a pié por las calles del pueblo observó al argelino venir por la acera de enfrente.
Estaba mucho más delgado, lo cual podía ser síntoma de que ayunaba por encima del mínimo exigible por la religión; su mujer ya no iba de su mano sino que caminaba varios pasos por detrás y la misma parecía envejecida y triste, muy triste.
Ramírez no tenía dudas, la poca formación en la materia que le habían proporcionado más lo que él mismo había leído por esos mundos de internet, le llevaban a la conclusión de que Abdul se estaba radicalizando en sus posturas, al menos en lo religioso.
Eran las dos de la mañana de un viernes cuando recibió en su móvil una llamada. Era Brian, el irlandés de la taberna que, en voz baja, le decía que en el bar estaba Abdul, completamente borracho, incomodando a la clientela diciendo cosas muy extrañas.
Saltó de la cama como un rayo vistiéndose precipitadamente mientras llamaba a Antúnez para que bajara con urgencia. Salió a la calle y, en la puerta, estaba Antúnez bostezando. "¿Qué pasa, Cabo?". "De momento solo un borracho, Antúnez, de momento".
Cuando entraron al bar Abdul se levantó de la banqueta y puso sus manos en la nuca. "Me rindo, Jefe, me rindo, no tengo nada Jefe, no he hecho nada, sólo emborracharme, un pecado pero aquí no es delito, ¿verdad?".
Antúnez quedó estupefacto cuando vio a su cabo, desencajado, sacar en volandas al "morito" del local. A unos metros de la puerta apoyó la espalda de Abdul contra la pared zarandeándolo y preguntándole a gritos "¿En qué coño andas metido Abdul?, no me jodas que a mí no me la das, ¿en qué coño andas metido?".
El magrebí, como recuperado del "pedal", le miró serenamente y casi sonriendo le contestó:
- "Tengo mis derechos, Cabo, y yo no he hecho nada, nada."
- El problema es lo que coño vayas a hacer, Abdul, lo que vayas a hacer.
- ¿Me suelta para que vuelva a mi casa?. Usted es buena gente y no quisiera denunciarle por abusos racistas. Me jodería, Ramírez, tener que hacerlo.
Ramírez le soltó reprimiéndose y Abdul comenzó a andar hacia su casa diciendo "Con nuestra fe y sus leyes... ja, ja, ja".
Antúnez, mientras acompañaba al Cabo hasta el cuartel, aún desconcertado por lo sucedido, de lo cual no entendía nada, preguntó: "Pero los musulmanes ¿no pueden beber, no?".
- Si, si son "soldados de Alá".
- No me joda, Ramírez...
El Cabo lo miró con una expresión conocida que a Antúnez le revelaba que estaba equivocado.
- Hasta mañana Antúnez.
Al día siguiente el locutorio amaneció cerrado. Nunca más se supo de Abdul, Djamila y las niñas en el pueblo y el resto del colectivo de magrebíes ignoraba, unos más que otros, el paradero de sus antiguos vecinos. Ramírez redactó un informe extenso con lo ocurrido y lo envió con premura a la Comandancia.
A las pocas semanas el Cabo recibió una llamada del Teniente Grijalbo, jefe suyo en "el Norte" y que ahora llevaba el grupo de información de la demarcación. A parte de saludarle efusivamente, como siempre, le felicitaba por la información facilitada en sus informes, a través de la cual se había llegado a la detención de una célula islamista en Barcelona. Entre los detenidos no se encontraba Abdul.
Abdul había salido del país y cierto día, en una calle de Basora, se metió gateando bajo un tanque estadounidense y se inmoló llevándose por delante a tres marines.
A Ramírez solo le quedaba un recuerdo. La mirada de Djamila.
Argelino, como muchos otros empujados por la miseria, estuvo trabajando con anterioridad en Madrid en una multinacional de la construcción. A base de sacrificio consiguió hacer unos ahorros y decidió emanciparse y montar un negocio en aquel pueblo, donde había aumentado, como en casi toda la zona rural, la población inmigrante de origen magrebí, ocupada por lo general en empresas agrícolas y ganaderas así como en la, como no, floreciente industria del ladrillo y el adosado.
Abdul adquirió un local e inauguró un locutorio con acceso a internet y servicio de giros al extranjero.
Ya casi no se recordaba en el pueblo el antiguo y obligado locutorio de Merceditas, que tanta habilidad tenía con aquellas grandes clavijas y tantas caminatas se dio a buscar a domicilio a las madres y novias receptoras de llamadas desde cuarteles, grandes ciudades y el extranjero. La revolución tecnológica había acabado con el negocio pues todos los habitantes instalaron su propia línea fija o móvil y ahora, ya no emigraba casi nadie sino más bien se recibía a inmigrantes que vivían con cierto grado de integración no habiéndose producido, por lo que al Cabo Ramírez le constaba, ninguna tensión entre autóctonos y foráneos.
Le parecía curioso a Ramírez como el progreso a veces traía consigo cosas del pasado como, por ejemplo, un locutorio al pueblo.
Como ya dije, todo transcurría con normalidad pero nuestro benemérito protagonista se veía obligado, por imperativo de Madrid y, por sentido común dada la situación actual, a enviar informes sobre la población musulmana y sus actividades, por si éstas pudieran salirse de lo aceptable en cuanto a religiosidad y posible radicalización. El macro-juicio que se estaba celebrando en Madrid y las deficiencias en coordinación, prevención e investigación que afloraban en la vista obligaban a tomarse las cosas mucho más en serio.
Abdul era un buen hombre, moderno, buen esposo, respetuoso con su mujer y religioso sin excesos. No bebía, no fumaba, pero su mujer nunca llevó ni siquiera el típico pañuelo y era habitual verlos pasear de la mano con sus dos hijas correteando por el parque como cualquier familia de la localidad. Ramírez solía visitar el local, pues hicieron cierta amistad, lo que también le valió para obtener puntual información sobre la clientela del locutorio.
Cierto día, el Cabo desde la ventana del despacho, pudo ver a alguien entrar al locutorio, cuya única apariencia física le hizo saltar la alarma interna.
Un tipo corpulento, con ropas típicamente islámicas y una barba negra y larga. La indumentaria y actitud del individuo, que antes de entrar al local hizo un reconocimiento visual de toda la plaza, así como el hecho de que, nada más entrar el individuo, Djamila saliera del establecimiento apresuradamente con la cabeza gacha y un rictus de honda preocupación en el rostro hicieron que Ramírez sintiera una extraña sensación en el estómago, síntoma de que algo no iba bien.
El extraño visitante no volvió a verse por allí transcurrida una semana y fue en ese momento cuando Ramírez decidió visitar de nuevo a Abdul.
Cuando entró Abdul le retiró la mirada al saludarle y respondió a las afables preguntas con evasivas. Sobre la visita de aquel día solo dijo que era un paisano suyo en viaje que había parado para hacer una llamada.
El Guardia redactó un informe que envió a la Comandancia pero, como casi siempre, no supo nada de la utilidad o no del mismo.
Transcurrieron los meses y un día, mientras patrullaba con Antúnez, a pié por las calles del pueblo observó al argelino venir por la acera de enfrente.
Estaba mucho más delgado, lo cual podía ser síntoma de que ayunaba por encima del mínimo exigible por la religión; su mujer ya no iba de su mano sino que caminaba varios pasos por detrás y la misma parecía envejecida y triste, muy triste.
Ramírez no tenía dudas, la poca formación en la materia que le habían proporcionado más lo que él mismo había leído por esos mundos de internet, le llevaban a la conclusión de que Abdul se estaba radicalizando en sus posturas, al menos en lo religioso.
Eran las dos de la mañana de un viernes cuando recibió en su móvil una llamada. Era Brian, el irlandés de la taberna que, en voz baja, le decía que en el bar estaba Abdul, completamente borracho, incomodando a la clientela diciendo cosas muy extrañas.
Saltó de la cama como un rayo vistiéndose precipitadamente mientras llamaba a Antúnez para que bajara con urgencia. Salió a la calle y, en la puerta, estaba Antúnez bostezando. "¿Qué pasa, Cabo?". "De momento solo un borracho, Antúnez, de momento".
Cuando entraron al bar Abdul se levantó de la banqueta y puso sus manos en la nuca. "Me rindo, Jefe, me rindo, no tengo nada Jefe, no he hecho nada, sólo emborracharme, un pecado pero aquí no es delito, ¿verdad?".
Antúnez quedó estupefacto cuando vio a su cabo, desencajado, sacar en volandas al "morito" del local. A unos metros de la puerta apoyó la espalda de Abdul contra la pared zarandeándolo y preguntándole a gritos "¿En qué coño andas metido Abdul?, no me jodas que a mí no me la das, ¿en qué coño andas metido?".
El magrebí, como recuperado del "pedal", le miró serenamente y casi sonriendo le contestó:
- "Tengo mis derechos, Cabo, y yo no he hecho nada, nada."
- El problema es lo que coño vayas a hacer, Abdul, lo que vayas a hacer.
- ¿Me suelta para que vuelva a mi casa?. Usted es buena gente y no quisiera denunciarle por abusos racistas. Me jodería, Ramírez, tener que hacerlo.
Ramírez le soltó reprimiéndose y Abdul comenzó a andar hacia su casa diciendo "Con nuestra fe y sus leyes... ja, ja, ja".
Antúnez, mientras acompañaba al Cabo hasta el cuartel, aún desconcertado por lo sucedido, de lo cual no entendía nada, preguntó: "Pero los musulmanes ¿no pueden beber, no?".
- Si, si son "soldados de Alá".
- No me joda, Ramírez...
El Cabo lo miró con una expresión conocida que a Antúnez le revelaba que estaba equivocado.
- Hasta mañana Antúnez.
Al día siguiente el locutorio amaneció cerrado. Nunca más se supo de Abdul, Djamila y las niñas en el pueblo y el resto del colectivo de magrebíes ignoraba, unos más que otros, el paradero de sus antiguos vecinos. Ramírez redactó un informe extenso con lo ocurrido y lo envió con premura a la Comandancia.
A las pocas semanas el Cabo recibió una llamada del Teniente Grijalbo, jefe suyo en "el Norte" y que ahora llevaba el grupo de información de la demarcación. A parte de saludarle efusivamente, como siempre, le felicitaba por la información facilitada en sus informes, a través de la cual se había llegado a la detención de una célula islamista en Barcelona. Entre los detenidos no se encontraba Abdul.
Abdul había salido del país y cierto día, en una calle de Basora, se metió gateando bajo un tanque estadounidense y se inmoló llevándose por delante a tres marines.
A Ramírez solo le quedaba un recuerdo. La mirada de Djamila.
3 comentarios :
Qué fe es esa que en una semana mueve a la autoinmolación bajo un tanque estadounidense.
¿Pasamos a espada a la fé, al de barbas que la predicó, al que desde las montañas de Pakistán nos lo envió a predicar, o empezamos a poder hablar, sin oprobio ni traba,
que las cosas no funcionan bien,
y aquí nadie cree ni en España?.
(sin acritud. Inquiero)
Es triste (y más que eso) pensar que en lugar de estar en el país para labrarse un futuro, lo que parece a priori una buena persona, pueda ser requerida en cualquier momento para oscures fines, como peón que es del juego y cambiar radicalmente (nunca mejor dicho)
Yo no pretendo pasar a espada a nadie. No soy tan dañino. Tampoco pretendo pasar a espada a una fé aunque tenga la convicción de que las religiones son, aparte de falsas, sumamente dañinas para el ser humano. Mucho más cuando están ancladas en la Edad Media.
Seguro que usted tiene un análisis más profundo sobre la situación y también soluciones, pero, le ruego me haga caso, si conoce a alguien cercano a la religión islámica que comienza a experimentar cambios similares a los de Abdul, por favor, no dude en ponerlo en conocimiento de quien corresponda, por la cuenta que nos puede traer a todos.
Está claro que las cosas no funcionan bien, completamente de acuerdo, pero, con los pies en la tierra, habrá que intentar evitar que ocurran desgracias no deseadas por muchas motivaciones intrínsecas que pudieran tener.
Permítame que le pregunte a qué viene lo de que nadie cree ni en España, no se qué relación puede tener con el post. Sin acritud igualmente, los gascones me caen bien.
Susana.- Por desgracia ocurre y, se lo aseguro, lo que resumo en la entrada, también ocurre, no es tan ficticio como parece.
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