SON.

No son caso aislado, no son manada, son legión y viven entre nosotros.
Son hijos del vecino, familiares, sobrinos, chicos simpáticos de hoy en día. La juventud, ya sabes.
Los vemos cada día con sus tupés homologados de “barber shop”, a bordo de un SEAT León.
Son los del acelerón en el semáforo, la farlopa de los baños, los del fondo en el estadio, los del pitbull en el parque, los que apalean, los que abusan, los que violan, los que se creen en el derecho pues tuvieron vida regalada. Todo a mano, sin negativa posible. Son manada, depredadores que nos convierten en jauría. 

DESAPERCIBIRME.

A veces sobrevuela mi cabeza la idea de abstenerme, de preservarme, de “para qué pronunciarte”. La idea de ser neutro, átono, compartir creaciones, literarias o fotográficas y dejarme de dar la nota. Y es que me planteo si merece la pena permitirse el lujo de exponer ideas, en este medio o en otro, pero sobre todo en éste en el que tanto abunda el cenutrio como el amo de las esencias. 
En estos tiempos opinar no es libre. O bien algún individuo o colectivo se ofende y responde con agresividad desproporcionada o bien eres protagonista de algún pasquín que casi te señala con el dedo, de manera sutil pero clara, proclamándote, de forma condescendiente, como desorientado y falto de razones.
Otra cosa es que, tal y como está el Código Penal y la susceptibilidad ciudadana, acabe uno con una citación en calidad de investigado por uno de esos delitos de tan amplia interpretación. 
Canso. 
Si comento de forma crítica en otro muro soy yo el que ha perdido el sentido del humor. 
Algo está pasando, no sé si nos fumigan o seré yo el único fumigado, el que lleva el paso cambiado. 
A veces me sobrevuela la idea de callar, la idea de no ser yo, casi no ser, despercibirme y vivir. 

A veces me lo planteo y a veces se me pasa, o quizá no.