A  veces oigo el latido del metal
 del  parche injertado en tu mi pecho,
 el  remiendo artificial
 que  te salva por derecho
 del  torrente desigual
 de un  corazón poco hecho.
 Y de  los miedos ya hace un año,
 de un  bisturí cargado
 de  filo de ansiedad inmensa,
 de la  larga espera tensa,
 del  gotero enmarañado
 y del  verde de los paños.
 Y el  azul de aquellos ojos
 de la  mujer que pilotaba
 el  navío que surcaba
 por  tus venas mares rojos
 para  encallar a su antojo
 en el  dique y su fractura,
 repararla sin sutura
 y con  sonrisa blanca y pura
 dar  esperanza a manojo.
 Y yo  que no tengo santos,
 ni  dioses ni altar alguno,
 creí  aquel día oportuno
 en aquella patrona sin manto,
 que  nos libró del espanto
 con  oficio y mucha ciencia,
  mano firme y experiencia.
 Con  la magia del saber,
 del  empeño y la conciencia
 que  salva al hombre del doler.
 
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