LA IMPORTANCIA DE LOS SÍMBOLOS

Mi abuelo, Don Ataulfo Filo de Cimitarra, un emprendedor para su época, fundó en su día una de las empresas pioneras en publicidad. Una pequeña factoría que ahora, por herencia, presido desde la jubilación de mi padre.

En esta empresa se emplean las últimas tendencias en política empresarial y de gestión de personal. Cada decisión que se toma se hace oyendo a los empleados afectados, primándose el trabajo en equipo, conciliando horarios desde antes que se legislara, aplicándose las técnicas de liderazgo situacional, etc., todo lo cual redunda en una más que satisfactoria productividad.

El centro de trabajo está más que modernizado con unas instalaciones a la última en sistemas informáticos, ergonomía del mobiliario, climatización, zonas de ocio, gimnasio, ludoteca, etc.

La única tradición que se conserva del pasado es un pequeño retrato de mi abuelo que preside la oficina central.

Hace pocas semanas que se reincorporó a la empresa Ramiro Malasaña, tras varios años liberado sindicalmente, ignorándose el motivo del cese en el cargo representativo que ostentaba en el comité local, si bien distintas versiones corrían por las dependencias pues la rumorología, la cual detesto, es difícil de desterrar donde conviven más de dos personas.

Este individuo, de carácter agrio e introvertido, no es que fuera santo de mi devoción, pero nada más lejos de mi intención que tener un conflicto con un sindicalista, aunque estuviera cesado.

El caso es que, al segundo día de su incorporación, entró en la oficina central, saludando seca pero educadamente, colgó el abrigo del perchero y, ni corto ni perezoso, se encaramó a una silla y descolgó el retrato del ilustre fundador para ponerlo, boca abajo, sobre un archivador.

Yo, que presencié el hecho, lo mismo que los veinte empleados que allí trabajaban, no podía salir de mi asombro y tardé unos segundos en reaccionar ante lo absurdo de la situación.

Me acerqué a su mesa y él, al verme, se puso en pié y me preguntó: “¿Deseaba alguna cosa, Señor Presidente?”. Yo, mirándole a los ojos, supongo que todavía desencajados por la estupefacción, tras respirar hondo, le interrogué en un tono neutro: “Señor Malasaña, ¿me puede usted explicar por qué ha descolgado el retrato de mi insigne abuelo, Don Ataulfo Filo de Cimitarra, fundador de esta empresa para la cual usted trabaja?”.

“Muy sencillo”, me contestó, “Ese retrato, por el cual comprendo que sienta usted devoción, me enerva profundamente pues no solo representa un pasado por suerte superado, sino que además me siento vigilado por el venerable anciano, que en paz descanse, lo cual repercute negativamente en mi estado de ánimo y, en consecuencia, en el desempeño de mis funciones. Vamos, Señor Filo, que su abuelo me enerva y no puedo trabajar con él delante”.

Me quedé, aún más atónito si cabe, mirándole y no sabía qué hacer, si darle una hostia, lo cual ustedes pueden considerar hasta lógico por la ofensa personal que suponía aquella desfachatez, o si despedirlo “ipso-facto”. El caso es que opté por el silencio y me retiré a mi despacho a meditar. Transcurrido unos minutos, desorientado, opté por llamar a mi padre, Don Romualdo Filo de Mandoble y consultarle para pedirle consejo al respecto. Mi padre no era tan reflexivo y tolerante como yo así que, cuando le expuse la kafkiana situación, me contestó: “Lo que tienes que hacer, pues es tu responsabilidad, es cumplir la normativa de la empresa, en cuyos estatutos consta la presencia irrenunciable del retrato del fundador como símbolo de la sociedad que ahora tú presides.” Era la respuesta esperada, pero me quedaban dudas, “Cuando tú presidías la empresa éste individuo trabajaba aquí, ¿tuviste algún problema con él?”. “El mismo que tú”, me dijo, “¿Y qué hiciste entonces?”. “Pues ceder y guardar el retrato hasta que se fue liberado al sindicato, pero eran otros tiempos, la tensión social era mayor, no podía permitirme una huelga general, ni un encierro ni cosas por el estilo, tan cotidianas por entonces”. Inmediatamente, algo inaudito en mí para con mi progenitor, le colgé. “Será posible”.

Una vez ausente el personal, pues llegó la hora de cierre, fui hasta el archivador y repuse a mi abuelo en su puesto, pareciéndome que en su gesto habían aparecido síntomas de indignación, cosas de la mente humana.

Al día siguiente, el cabrón de Ramiro repitió su hazaña, y yo volví, al terminar la jornada, a restituir al presidente fundador, símbolo indiscutible de la empresa, en su preceptivo lugar de honor.

Así estuvo un par de días mi abuelo, de la pared al archivador, y cada vez que yo lo colocaba, la mirada de aquella fotografía se me hacía insostenible.

Al tercer día, al llegar Malasaña a la oficina, salí de mi despacho para observar la maniobra cotidiana. Pero esta vez se llevó una sorpresa que le hizo enrojecer hasta casi el infarto. La noche antes se me ocurrió poner fin a la polémica y opté por, a golpe de taladro y tornillos de seguridad, encastrar el retrato en el tabique de tal forma que imposibilitaba la remoción del cuadro a no ser que se tuviera llave maestra o se derrumbara el tabique.

Los dos minutos que estuvo Ramiro tirando de mi abuelo, rabiando como la rata que era, provocaron la carcajada generalizada y una maquiavélica sonrisa en mí.

Al bajarse de la silla, agotado, el muy capullo comenzó a recoger sus cosas trasladándolas al pasillo central donde, desde entonces, pasa sus horas laborales el tal Ramiro Malasaña.

No me opuse a tan absurda ubicación, el ridículo de la misma era bastante castigo para su estúpida e irracional tozudez, tozudez ésta solo comparable a la mía propia, pero, en este caso, a mí me asistía la razón.

2 comentarios :

Un Oyente de Federico dijo...

Don Filo, aprenda Ud la moraleja, que sin duda la tiene, su estupendo relato.

La debilidad genera mucha más violencia que la firmeza.

Ud que tiene una hija, lo notará y si no se a percatado, le llamo la atención para que lo considere.
Ahora 5 minutos de firmeza para que su hija se lave las manos antes de comer o recoja su habitación, le evitarán posteriores castigos o bronacas interminables.

Si duda la culpa de la conflictiva situación de su empresa no es suya, fue por la debilidad mostrada por su padre, y no actuar de acuerdo a su propio convencimiento.
El entonces no lo supo prever, pero Ud si.

No le deje marrones a su hija.

Desclave el cuadro y colóquelo como dios manda, como se debe de colgar un cuadro y si el sindicalista lo quita, actúe con la legislación laboral y a la tercera falta grave, a la calle.
Y al tal Ramiro le dice que se ponga donde tiene que ponerse, que el pasillo no es sitio la legislación laboral lo prohibe, claramente.

La empresa es suya, pero de ella viven muchas familias, sus salarios dependen de sus decisiones y su buen hacer. Sea consecuente con ellos.

No puede estar librando batallas internas e intentando competir en el mercado. Eso no funciona.

Ni antes las banderas debieron de abandonar las instituciones,
Ni ahora los filoterroristas de ANV, los de la eswastica en la bandera, tenían que estar en los ayuntamientos.

Y el que entre, tenga la suficiente firmeza para desclavar la bandera y expulsar a los asesinos.

AF dijo...

Don Filo, esto parece un pasaje de la Biblia. Me deja usted anonadado y sin palabras. ¿Podría usted enviarme unas cuantas por correo hasta que vuelva a tener las mías?