Un replicante, a la chilena, de José Vélez consigue su minuto de gloria. El energúmeno pinochetista, con hirsuto pelo domesticado a navaja y, como dicen en mi tierra, con unas quijadas idóneas para raspar culos de sandía, le arrebata violentamente el micrófono a la heroica y digna reportera y vomita una frase demasiado manida históricamente: "Españoles, hijos de puta".
Parece que lo dice sonriendo aunque creo que es una de esas personas que tienen una sonrisa eterna, como los payasos la tienen pintada. Una sonrisa debida, más que a un estado de ánimo, a una incapacidad física de esconder la "piñata".
La "original" frase que, en principio, parece una generalización destinada especialmente a aquellos españoles que apoyaron el proceso a Pinochet por parte de Garzón, esconde tras de sí, no sólo la rabia por la ofensa que desde España se infringió al, ya cadáver, caudillo criminal y sátrapa donde los haya, sino un resentimiento antiguo y genético contra lo que, para ellos, significa el término "español".
A lo largo y ancho de este viejo mundo, la hijoputez como definición de todo pueblo que en su día fue un Imperio, es de uso común. Pero, además en nuestro caso, la bonita expresión "hijos de puta" (como si todos fuéramos hermanos de madre) como definición de lo español, es usada frecuentemente, incluso dentro de nuestras reducidas fronteras, por gentes con el mismo modelo de D.N.I..
Las palabras, según el contexto, pueden dar un giro significativo y, por ejemplo, lo que podría significar una gran afrenta ("hijos de puta"), se puede convertir en un halago viniendo de donde viene, diciéndolo quién lo dice y la motivación que lo provoca.
Que hijo de puta.
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