El reloj de Manolín y la teoría de la relatividad.-
Aquella noche estaríamos en el local cuatro o cinco "feligreses", más el "oficiante", claro está. En el grupo de "devotos" habituales se hallaba Manolín, (La Taberna de la Trola II), el cual esa noche no se había conectado a la tragaperras de sus amores y desdichas.
El ambiente era festivo, tanto, que con la condensación de los alientos de todos los presentes, "párroco" incluído, como no; se fundiría una remesa entera de alcoholímetros, homologados o "Made in China", dejando sin brillo el tricornio más acharolado de nuestra red vial.
Entre risas y jácaras andábamos, no recuerdo cuantas imbecilidades se pudieron decir, cuando a nuestro querido gallego, suficientemente mentolado por el peppermint con cola, le dió un ataque de "cansinismo" de esos que "tiembla el Misterio".
Todo empezó cuando se empecinó en mostrar el reloj que portaba en la muñeca, al parecer un regalo filial, con cuyas cualidades y calidades se henchía de orgullo.
Al resto de la concurrencia, en realidad, se la traía bien "floja" el reloj de Manolín, pero conociendo la tozudez gallega de la "criatura", era menester seguirle la corriente y aguantar el tirón.
El reloj de Manolín daba la hora, (menos mal), la hora exacta y nunca adelantó ni atrasó.
Las pocas veces que había visitado al relojero era por problemas de "carrocería", al haber sufrido algún tipo de "accidente", pero la maquinaria jamás dejó de latir.
Está claro que la historia del artilugio no iba a quedar en eso, si no que había que demostrarlo. Y a Manuel sólo se le ocurre una forma de demostrar algo: retar a una apuesta.
Las apuestas y Manolín van siempre de la mano, acepten o no los contrarios.
Apostó una cena a que tiraba el reloj contra el suelo y las agujas continuarían su acompasada marcha. Nadie aceptó el envite pero, al ver las caras de excepticismo del público, debió sentir en su interior tal indignación, al sospechar que alguien podía dudar de la valía del regalo de sus retoños, que allá fue volando la valiosa máquina del tiempo rebotando por suelo y paredes del largo pasillo hasta topar con la puerta metálica que, de estar abierta, hubiera visto pasar de largo el sufrido complemento hasta la acera de enfrente.
El lanzador sentenció: "A que no paró".
Y el tabernero contestó: "Si paró Manuel, paró contra la puerta".
El apostante recorrió las baldosas del pasillo con paso marcial hasta la puerta y recogió su preciado tesoro, el cual fue pasando por las jetas de los presentes, uno a uno, a fin de certificar que, efectívamente, el tiempo no se detuvo ni ralentizó por mucha aceleración que sufriera durante su vuelo ni por la deceleración brusca contra suelo y puerta.
Ésto le hubiera bastado a cualquiera. A Manolín no.
El reloj repitió viaje una y otra vez, a ras de suelo o con parábola, y seguía, contagiado de terquedad, desempeñando resignado su monótono trabajo "temporal". Eso sí, comenzaba a resentirse en su aspecto externo de los impactos durante los itinerarios.
"A que no paró".
"Que sí paró Manolín... Que paró contra la puerta otra vez".
Llegó un momento en que la rosca de la cuerda abandonó su anclaje, seguramente despechada, tan maltratada y malquerida. Pero las agujas y el "tic-tac" en su puesto, como "Los últimos de Filipinas".
Tras no sé cuanto tiempo de ensañamiento con el artefacto, el dueño del prodigio, ya cansado, más por los viajes que por los saques de banda, volvió a la barra más calmado ocupándose de su vaso.
Pero el personal tiene muy mala leche y alguien volvió a sacar la conversación del reloj.
Éste, como era de esperar, regresó al suelo violentamente, pero esta vez en el centro del corrillo.
En ese momento comenzó a urdirse la tragedia:
Uno de los cofrades, relacionado con la Red de Ferrocarriles para más señas, asió una banqueta metálica y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, apoyó sobre la esfera de vidrio del vapuleado reloj una de las cuatro patas y, valiéndose de su peso corporal, hizo estallar el cristal.
"A que paró".
Estimados lectores, efectívamente, las agujas permanecían dignamente en su sitio pero... habían dejado de avanzar.
El tiempo se detuvo en "La Taberna" y puede ser que en el resto del planeta.
¿Qué consecuencias podía traer aquél temerario acto de sacrilegio?.
A esas alturas qué cojones nos importaba a nosotros. Así que volvimos a nuestros licores entre carcajadas, incluídas las de Manolín, el cual, lejos de enfadarse, se tomó con humor el desastre que tan insistentemente él mismo había perseguido.
No sé cuantas copas más se sirvieron pero sí recuerdo que, cuando nos disponíamos a marchar, se oyó la voz afónica del gallego: "¡Qué dije yo, me cago en...!".
Se había producido el milagro.
Aquél reloj de pulsera, puede que poseído por quién sabe qué fuerza del Cosmos, había resucitado.
Necesitaba un urgente paso por la "U.V.I." pero vivía.
Lo más importante: el tiempo volvió a correr indefectiblemente para todos.
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