CRÓNICAS DE UN PUEBLO

Aquel pueblo era un típico pueblo de cualquier típica provincia de cualquier típica comunidad autónoma de las que se quedan en eso, en comunidad autónoma.
Esa mañana, mañana primaveral donde las hubiere, con sus estorninos trinando en la plaza, sus repiques de campana, sus jubilados jugando petanca en el parque o alrededor de una de tantas obras municipales que el munícipe por excelencia, Alcalde desde la transición, se dedicaba a hacer con el fin de dotar de infraestructuras al floreciente turismo rural.
Los jubilados, ya se sabe, en todos lados están dotados de alta cualificación para la arquitectura y la ingeniería, sobre todo de caminos, y no dudan en ilustrar la incopetencia del operario menesteroso, generalmente enchufado como Dios manda, pero sin la cualificación suficiente para imprimir en sus labores un sello homologado de calidad, que dotara a la zona de la impronta necesaria para convertirse en referencia del Turismo agropecuario tan en alza. Y es que ahora, a los madrileños y capitalinos en general, les había dado por disfrutar su ocio entre cantos de gallo y aromas de abono natural bajo un sol de justicia de los de toda la vida.
Era un pueblo sin graves conflictos y se caracterizaba por el buen sentido común de sus gentes, independientemente de la corriente política que siguieran, corriente política que, generalmente, venía de herencia desde los oscuros años de la Guerra, la cual pasó por aquella localidad, salvo contadas excepciones, sin pena ni gloria.
Como todas las mañanas, el Cabo Ramírez sacó su lustroso bigote de libro de la Casa Cuartel y, bajo el letrero impoluto con fondo de bandera del "Todo por la Patria", se colocó el acharolado tricornio sobre la testuz con el habitual ritual ceremonioso, similar al de los toreros cuando se encasquetan la montera antes del paseillo.
Era un hombre afable aquel insigne representante del Instituto Armado y nadie en el pueblo podría relatar un abuso de autoriad o un mal gesto con ninguno de sus vecinos, por mucho que el aguardiente, y la patochez consecuente, hubiera transformado al interpelado, de labriego honrado en patán impenitente. Tenía el Cabo don de gentes y solía resolver los asuntos con altas dósis de mano izquierda y convencimiento moral. El Juez de Instrucción de la cabeza de partido estaba encantado con él ya que, el único trabajo que le daba el pueblo eran las bodas civiles y muchas de ellas ya se celebraban en el Ayuntamiento.
Encaró nuestro hombre la Calle Mayor, como todos los días, con las manos atrás y con paso sereno pero firme, hacia el Casino con la intención rutinaria de tomarse su carajillo matutino antes de recoger al Guardia Antúnez y comenzar la ronda por las vías, caminos y fincas que rodeaban el casco urbano.
Una vez franqueada la puerta del centro social por excelencia, Ramírez se quitó el tricornio y, con la elegancia castrense que derrochaba saludó a la concurrencia: "Buenos días". Todo el establecimiento contestó casi al unísono con amabilidad pues sentían por este hombre una mezcla de respeto, cariño y familiaridad que se había ganado a pulso con su intachable quehacer diario: "Buenos días, Cabo", "Hola, Ramírez, ¿qué tal va eso?", etc.
Pero algo hizo saltar la alarma en la mente de aquél agente, no se le escapó un mínimo pero importante detalle que le provocó cierta turbación que fue imperceptible a no ser por una mínima atenuación en su media sonrisa. En la barra se encontraba Azarías, tomando un "sol y sombra", cabizbajo, ensimismado en sus pensamientos que, a todas luces, no parecían buenos. Azarías fue el único que no respondió al saludo y eso era raro, muy raro, algo debía ocurrir a aquel hombre tosco pero educado y cortés.
Ramírez se acercó a la barra lentamente y depositó sobre la misma su brillante tricornio, en la misma posición de siempre, boca abajo y con la parte frontal mirando al tendido. No hacía falta pedir nada para que Antonio, el encargado del bar, tuviera ya sobre el espacio habitual de barra el carajillo humeante. Cuando el Guardia Civil se disponía a coger el sobrecillo de azúcar fue cuando ocurrió todo.
Azarías, que hasta ese momento parecía estar sumido en una especie de estado catatónico, movió rápidamente su corpulencia de labrador curtido y, con la mano abierta, dejó caer en la mejilla del Cabo una hostia de varias toneladas que dieron con el cuerpo del hijo del Cuerpo en mitad del enlosado del local. Ramírez no perdió el conocimiento de puta chiripa y su mirada desencajada no dejaba de centrarse en la cara del otro que permanecía de pié, mirándolo a los ojos como si nada hubiera pasado. El resto del público estaba petrificado y con la mandíbula inferior desencajada como sufriendo una especie de estado de shock colectivo.
No tardó en levantarse la víctima de tan brutal e ilógica agresión, acomodándose el uniforme y mirando a los ojos de su atacante mientras su mano izquierda sentía el calor de su mejilla machacada que empezaba a inflamarse dejando caer un hilo de sangre por la comisura del labio. "A ver, Azarías, contéstame con tranquilidad, ¿se puede saber a qué coño a venido la hostia que me has dado?".
"Ruego me disculpe", dijo el otro, "pero no es nada personal, es que me ví obligado a hacerlo. La bofetada no estaba destinada a su persona, que sé yo que usted no lo merece, que usted es buena gente y que se ha portao siempre mu bien conmigo y con mi familia, que no se me olvida cuando me ayudó con la siega y en el parto de la vaca sin interés ninguno y sin aceptarme nunca ni un mísero litro de leche. Lo que ocurre mi Cabo es que esta acción, en principio injustificada, está dirigida a las Instituciones en general y usted, en este pueblo, es el representante más significativo de este Estado que nos oprime y nos sangra, de un sistema que se basa en la explotación del hombre por el hombre y usted es la imagen de la represión del capital contra los humildes".
El Cabo no salía de su asombro: "Azarías, venga hombre, no me jodas. Me sueltas un hostión de padre y muy señor mío y encima tengo que aguantarte un mítin que no tiene ni pies ni cabeza. Justificando lo injustificable y utilizándome a mí como cabeza de turco de tus complejos y frustraciones. ¿Sabes que podría detenerte ahora mismo y denunciar tu atentado a un agente de la autoridad, en acto de servicio y debidamente uniformado?".
"Pero, ¿es que acaso duda en hacerlo?", se oyó profunda, en la mesa de la esquina, junto a la ventana que dominaba la plaza, la voz de Don Augusto, el latifundista de toda la vida, ahora venido algo a menos pues se veía sometido a pagar más justamente a los obreros que gestionaban el coto de caza, transformado ahora, por obligación en industria cinegética. "¿Es que acaso va usted a tolerar este atropello a la ley y al principio de autoridad que debe regir toda sociedad civilizada?".
Ramírez pensó para sí "lo que me faltaba", pero mantuvo la compostura y se dirigió al cacique con educación y firmeza: "Mire usted Don Augusto, comprenderá que no llevo cuatro días en este pueblo y, hasta la fecha, he dado muestras de mi competencia a la hora de resolver los problemas que me atañen por mi cargo. En este pueblo sabemos todos de qué pie cojea cada uno así que, déjeme usted a mi llevar esto a mi manera que yo no me inmiscuyo en la gestión de sus propiedades."
"No pienso consentirle..." dijo el otro apresurado, "¿No sabe usted con quién está hablando y qué relaciones tengo en la capital, entre otras personalidades con sus propios mandos?."
"Sí sé con quién estoy hablando, de sobra, ya le he dicho que en este pueblo nos conocemos todos, y le rogaría que no interfiriera en una intervención policial o tendré que dar cuenta por escrito de su actitud".
"Tendrá noticias mías". Dijo el insigne cacique abandonando desairado el local.
"Ya me imagino, muy buenos días". "Bueno, Azarías, quiero que de inmediato me des una explicación sobre lo que acabas de hacer".
"Mire usted Señor Cabo, le pido disculpas de nuevo, deténgame y lléveme ante el Juez, pero le voy a decir una cosa, no pienso retractarme ni mostrarme arrepentido por el hecho y lo que significa. Sabe usted perfectamente que van a expropiarme unas tierras que cultivaba en el altozano para hacer una autopista y eso es un atropello brutal contra mi persona y por eso tengo que ejercer mi rebeldía ante la opresión".
"Azarías, ¿como puedes ser tan animal?, pero si esas tierras nunca han sido tuyas, caradura. Siempre fueron del Municipio y se te toleraba cultivar allí para que te ayudaras a levantar la granja ganadera. Esto es inconcebible y me estás poniendo en una situación un tanto difícil."
De repente comenzó a oírse un griterío de fondo y el Cabo, al mirar hacia la Casa Cuartel, no podía salir de su asombro. Frente al puesto, concentrados con pancartas y banderas, el cacique, el cura, y el boticario gritando consignas como "Dignidad", "Justicia", "Anarquía, en mi nombre no", "Ramírez dimisión".
A su vez, los sindicalistas agrarios, en otro corrillo frente al casino habían improvisado otra manifestación a escala cuyos lemas variaban de los de la "Derecha" local: "Azarías, libertad", "La negociación es la solución".
Por primera vez en su vida, el mando de las Fuerzas de Seguridad locales, blasfemó en público: "Me cago en el Santo Misterio, en la Ubicuidad, el Copón y el Libre Albedrío."
Azarías, también atónito por la situación aunque su ego se había visto algo crecido por el protagonismo logrado, preguntó al Cabo "Entonces, ¿me va a detener o no?".
El Cabo se volvió y con la mirada más dura que nadie había visto jamás en aquel bendito pueblo le espetó: "No, imbécil, no te voy a detener porque la hostia me la he llevado yo y a mi me corresponde el castigo", y volviéndo su mano derecha le soltó tal revés en las narices que el tarugo de Azarías, tras tambalearse unos tres pasos, cayó sentado de culo, destrozando una silla en la trayectoria. Así, sentado, con la nariz sangrante y amoratada, miró nuevamente al Cabo y ambos comenzaron a reírse con una risa nerviosa de carcajada espasmódica, que fue poco a poco contagiándose entre los parroquianos del casino y, despues, entre los acalorados manifestantes de ambos signos.
Desde aquel día, todos los años en la misma fecha, se celebra en el pueblo su fiesta mayor, que quitó protagonismo a la de la Patrona. El Ayuntamiento en pleno, por unanimidad, decidió denominar la fiesta "Día del Descojone Popular".
 
 

1 comentario :

Elbereth y su silencio dijo...

Nobleza de espíritu. Brillante desenlance.