DERRAMAS

Erase que se era una comunidad de vecinos. El inmueble constaba de planta y piso. Una altura y cuatro viviendas por planta. Esta comunidad tenía un presidente, un presidente dialogante y pacífico que se esforzaba con ahínco en evitar o al menos suavizar cualquier conflicto que pudiera surgir entre los vecinos. En las reuniones de la última época siempre salía el mismo tema, el ascensor. Un propietario del piso superior estaba empeñado en que se hicieran las obras pertinentes para instalar el montacargas que, para el resto de vecinos, incluso los que vivían a la misma altura que él, resultaba un gasto de todo punto innecesario dado que únicamente había que subir dos pequeños tramos de escalera. Nadie superaba la mediana edad, ¿qué edad será esa? y no había ningún vecino impedido por lo que subir la escalera requería un esfuerzo mínimo para una persona normal. Pero el vecino empecinado insistía. Él vivía en el primero y no tenía por qué subir escaleras. Estaba en su derecho y exigía la ejecución de la obra. Ésta, con la consiguiente derrama, no llegaba a aprobarse nunca pero él insistía. Cada vez que se convocaba reunión en el portal, a la mínima oportunidad se oía ¿Qué pasa con mi ascensor?. El presidente se preguntaba qué iba a hacer con aquel cansino. El resto del vecindario resoplaba resignado. Y él que si quieres coles Catalina. "Mi ascensor" decía. Ya no era el ascensor para los del primero, era "su" ascensor y ese era su objetivo y el motor de su existencia. Si los del primero no subían escaleras por qué tenía que hacerlo él. Que el resto de la planta se negara se la refanfinflaba, él tenía derecho a exigir su elevador que para eso lo había elegido su familia como portavoz en las juntas de vecinos. El administrador lo evitaba, el presidente de la comunidad, un hombre de talante, lo recibía cada vez que tocaba el timbre de su casa, a veces a horas intempestivas y ambos sabían cual iba a ser la reclamación y cual la respuesta. La última vez que esto ocurrió, el presidente le dijo que si conseguía primero poner de acuerdo a sus compañeros de planta, entonces, se comenzaría a hablar y se decidiría, en última instancia, según votación de todo el bloque, pues lo decía la ley y los estatutos de la comunidad. Pero el famoso artefacto le empezaba incluso a acarrear problemas en su vida conyugal y ya alguna vecina comentaba que la esposa del "ascensorista" estaba planteándose relevarle como portavoz en las reuniones de vecinos pues estaba harta de aguantar los latiguillos de sus convecinas "¿Qué, otra vez tu marido con la "perra" del ascensor?". Pero aquel hombre sufría. Deambulaba compungido y miraba receloso cuando se cruzaba con alguien en la entrada. Su idea le reconcomía y tenía la sensación de que aquellos dos tramos de escalera y la incomprensión de sus vecinos acabarían con sus rodillas y las de los del resto del primero aunque éstos no reivindicaran como él el derecho irrenunciable a la ascensión automática. En el bajo derecha, a la derecha del presidente, vivía otro cansino, loco por acceder a la presidencia, el cual metía zizaña a la mínima diciendo no fiarse del actual mandatario y que sabía que acabaría cediendo y, mediante alguna triquiñuela, instalando el maldito ascensor. Aquella comunidad, como toda comunidad que se precie, no estaba falta de sus dosis de crispación.

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